Cada milímetro de mi camino está lleno de agua, recorro metro tras metro a una velocidad vertiginosa. Siento gotas de lluvia chocar contra mis ojos, corre un río por mi cabello y cae una cascada desde mi frente. ¡Correr! más rápido... sin destino, sólo correr entre la lluvia.
Siento como mi corazón agolpa la sangre en mi sien, palpitante. La razón de tanta agitación no tiene importancia. Sólo seguir avanzando la tiene. "Corre... corre... no te detengas", pero mi pecho se aprieta con la angustia, con el cansancio de tantos cientos de metros recorridos desde que comenzara a correr. Algo comienza a congelarse dentro de mi, mientras mi corazón late más rápido con cada zancada que doy. El centro, el núcleo mismo de mi ser se hiela y duele con la potencia de un grito ahogado.
La ropa está empapada, la humedad de la lluvia toca todo mi cuerpo. Sin clemencia, consigue enfriar mi piel al punto que ya no siento nada. No siento las gotas chocando contra mi cara, no siento mis dedos, ni mis pies golpeando el suelo incesantes en su carrera. ¡Lo he conseguido! No siento nada.
Pero acaso... ¿era este mi objetivo cuando comencé a correr?
Es que no lo recuerdo. Corro desde que comenzó la tormenta, desde que vislumbré el primer rayo, desde que resonó el primer trueno, desde el instante mismo en que una gota de agua tocó mi cabeza. Sin detenerme, porque sólo así lograría alejarme, ¿o era acercarme? No... que frustración, no recordar la razón por la que corro.
Los pies simplemente dejan de moverse. En seco. La mente no sabe donde está. Miro al piso fijamente, concentrándome en recordar. No tendría sentido seguir si no se la razón ¿o quizás si?
Recuerdo una cosa importante. A veces hago cosas sin pensar, sin razón alguna. Si... eso es. Los pies encuentran una razón válida para continuar su carrera, cual caballos que saben llegar a casa con el cochero dormido en el carruaje. Pero la mente inquieta no abandona la razón final de tanto correr.
En un segundo de ahogo intento respirar profundamente. El frío se hace más intenso dentro de mi pecho. El dolor se agudiza. ¿Dolor? No estaba ahí hace unos minutos, pero no dura demasiado. Desaparece rápidamente en un lugar remoto. Ya no corro bajo la lluvia, ha sido un instante de descuido, nada más... El lugar ahora no me es familiar, ya no llueve. Aquí la ropa está seca, mi corazón se siente en mi pecho tranquilo, no hay necesidad de correr, el dolor se fue. Mis ojos tardan en acostumbrarse a la intensa luz que me rodeó de pronto. Calidez. Un abrazo.
Preguntarme de quien son los brazos que me sostienen es inútil. Mi mente no razona, sólo sabe que se siente a gusto. No hay frío, sólo ese calor de esos brazos tan amorosos. Abrir los ojos sería suficiente, pero no puedo ¿o no quiero?... me quedo, me abandono. Me encuentro en el lugar seguro que buscaba al inicio de la tormenta.
Si, eso buscaba. Un refugio.
Estamos a mitad de la tormenta, en un claro inclemente de un bosque. Nos moja la misma agua, nos enfría el mismo hielo, nos cobija el mismo abandono. Pero estamos a salvo. Finalmente.
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